El pasado viernes 16
visitamos un teatro cerca del centro, uno que por fuera no parecía asemejarse
mucho a un teatro y en el que dentro helaba como en las primeras noches de
verano. El camino hacia allí fue deplorable por el hecho de tener que cruzar
todo el centro de la ciudad, pero desde luego, merecía la pena hacerlo para ver
una obra sublime como es Bodas de sangre.
Una vez sentados nos
hicieron esperar poco, muy poco en comparación a otros teatros. Es increíble
que sólo tres personas representasen la superficie de los auxiliares: uno con
carpeta, otro espiritual (porque sólo supimos de él cuando pidieron aplausos
para su trabajo), y otro que sin duda era la reencarnación rizada del
Empecinado cerrando puertas.
La obra empezó con el
diálogo inicial entre el Novio y la Madre, queriendo la segunda ejercer una
tierna sobreprotección sobre el primero para evitar que se repitiesen las
clásicas desgracias. Los actores, aun con su acento de latitud centro-norte,
transmitieron a la perfección la emoción de cada personaje representado. Sí,
cada personaje, porque el reparto era de sólo cuatro actores. Esta reseña
también podría haberse titulado “Bodas de
sangre o cómo representar a 70 hortelanos y sus familias en una boda con un
simple audio de ambiente”, precisamente por eso.
Cuando a las pocas
intervenciones la Madre comenzó a recordar con hiel a sus muertos, empezó lo
bueno: entró en juego el espíritu andaluz. La pretensión por la sangre, la sed
de venganza (que es mucho peor que la normal, y más en un pueblo semidesértico),
la pasión efímera positiva y negativa, cambiante como las luces de un coche
dependiendo de si se escuchan caballos en la ventana o no, diferente de lo
comalesco en que los caballos de Lorca están tan vivos que quieren matar.
Claro, en un lugar como ese, tan árido, tan yermo (más que Yerma), ¿qué puede
beber un caballo sino sangre? Y por eso los toscos sementales se matan entre
ellos, porque quieren beber sangre, disecar toda planta floreciente que la
tenga. Se ve la ilusión del Novio frente al resentimiento de Leonardo,
resentimiento que, cómo no, sólo puede desembocar en desgracia.
La tragedia andaluza
parte siempre de lo mismo, de la lucha por el agua, por algo que aparte el
polvo de la boca. En Bodas de sangre las luchas no sólo empiezan al comienzo de la obra, sino que se prolongan otras
previas a lo largo de la principal. El recuerdo de los muertos en sus guerras
por el agua (entiéndase el agua como símbolo de algo que palía el vacío o
satisface la ambición del individuo) aparece atravesando la historia desde el
primer diálogo y en una mitosis reversible acaba por participar del final. Se
saca en conclusión, entonces, que la batalla al hastío es infinita, plagada de
dolor y desastre, de sed, lágrimas secas y gritos desgarradores, y que aunque
se presenta dividida, todas sus partes vienen de la misma carretera polvorienta
y todas volverán a formar parte de ella.
Bodas
de Sangre es una mirada al microscopio durante esa división y
reagrupación del polvo. Una mirada sangrienta, pasional y, aunque parezca
increíble, real. Dice mucho sobre la genialidad del maestro Lorca que fuese
capaz de divulgar y hacer eco del espíritu rural andaluz, en este caso, con
sólo una noticia del periódico. Y dice mucho también de los actores que fuesen
capaces de representarla con una sola carencia: el acento andaluz.