miércoles, 28 de marzo de 2018

Bodas de sangre. Kamel Ghanemi, 4º de ESO.


       El pasado viernes 16 visitamos un teatro cerca del centro, uno que por fuera no parecía asemejarse mucho a un teatro y en el que dentro helaba como en las primeras noches de verano. El camino hacia allí fue deplorable por el hecho de tener que cruzar todo el centro de la ciudad, pero desde luego, merecía la pena hacerlo para ver una obra sublime como es Bodas de sangre.
       Una vez sentados nos hicieron esperar poco, muy poco en comparación a otros teatros. Es increíble que sólo tres personas representasen la superficie de los auxiliares: uno con carpeta, otro espiritual (porque sólo supimos de él cuando pidieron aplausos para su trabajo), y otro que sin duda era la reencarnación rizada del Empecinado cerrando puertas.
         La obra empezó con el diálogo inicial entre el Novio y la Madre, queriendo la segunda ejercer una tierna sobreprotección sobre el primero para evitar que se repitiesen las clásicas desgracias. Los actores, aun con su acento de latitud centro-norte, transmitieron a la perfección la emoción de cada personaje representado. Sí, cada personaje, porque el reparto era de sólo cuatro actores. Esta reseña también podría haberse titulado “Bodas de sangre o cómo representar a 70 hortelanos y sus familias en una boda con un simple audio de ambiente”, precisamente por eso.

         Cuando a las pocas intervenciones la Madre comenzó a recordar con hiel a sus muertos, empezó lo bueno: entró en juego el espíritu andaluz. La pretensión por la sangre, la sed de venganza (que es mucho peor que la normal, y más en un pueblo semidesértico), la pasión efímera positiva y negativa, cambiante como las luces de un coche dependiendo de si se escuchan caballos en la ventana o no, diferente de lo comalesco en que los caballos de Lorca están tan vivos que quieren matar. Claro, en un lugar como ese, tan árido, tan yermo (más que Yerma), ¿qué puede beber un caballo sino sangre? Y por eso los toscos sementales se matan entre ellos, porque quieren beber sangre, disecar toda planta floreciente que la tenga. Se ve la ilusión del Novio frente al resentimiento de Leonardo, resentimiento que, cómo no, sólo puede desembocar en desgracia.
         La tragedia andaluza parte siempre de lo mismo, de la lucha por el agua, por algo que aparte el polvo de la boca. En Bodas de sangre las luchas no sólo empiezan al comienzo de la obra, sino que se prolongan otras previas a lo largo de la principal. El recuerdo de los muertos en sus guerras por el agua (entiéndase el agua como símbolo de algo que palía el vacío o satisface la ambición del individuo) aparece atravesando la historia desde el primer diálogo y en una mitosis reversible acaba por participar del final. Se saca en conclusión, entonces, que la batalla al hastío es infinita, plagada de dolor y desastre, de sed, lágrimas secas y gritos desgarradores, y que aunque se presenta dividida, todas sus partes vienen de la misma carretera polvorienta y todas volverán a formar parte de ella.
        Bodas de Sangre es una mirada al microscopio durante esa división y reagrupación del polvo. Una mirada sangrienta, pasional y, aunque parezca increíble, real. Dice mucho sobre la genialidad del maestro Lorca que fuese capaz de divulgar y hacer eco del espíritu rural andaluz, en este caso, con sólo una noticia del periódico. Y dice mucho también de los actores que fuesen capaces de representarla con una sola carencia: el acento andaluz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario